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Fotografía: Ana y Esther

―¿Y ya no dormiremos juntas nunca más?

Sentadas en torno a la mesa de la cocina, mi hermana nos estaba informando a mi madre y a mí de su intención de casarse. Mi madre me miró con estupefacción y, por primera vez en su vida, se quedó sin palabras. Mi hermana querida se levantó regalándome una de esas miradas suyas, tiernas y cariñosas hasta doler, y se acercó a abrazarme. Pero yo me levanté de un salto y zafándome de su abrazo me encerré en el cuarto dando un portazo.

Era una traición. Una traición imperdonable. La más grande y horrenda que podía hacerme mi hermana, mi hermana querida, mi gemela, mi otro yo, el yo hermoso que a mí me faltaba, mi consuelo, mi norte, mi agarradero cuando el mundo se me caía encima y me hundía en un pozo profundo. Entonces ella, mi hermana gemela, mi versión mejorada, venía a rescatarme. Extendía sus manos y agarrándome con determinación me sacaba de una vez. Esas manos suaves tenían tanta fuerza para sujetarme como delicadeza para acariciarme el pelo o posarse en mi frente si me acuciaba la fiebre.

Desde ese mismo instante odié con todas mis fuerzas al hombre ―injustamente, pues el muchacho era bueno y me caía simpático― que la iba a alejar de mi lado para siempre.

―Mujer, que no me voy al fin del mundo ―me consolaba ella al otro lado de la puerta―. Seguiremos siendo hermanas y nos veremos siempre que tú quieras.

Reconcentrada en mi rencor, en lo único que yo podía pensar era en las noches. En todas las noches de mi vida durmiendo junto a mi hermana, en la cama de al lado, solo separadas por un par de baldosas, cogidas de la mano. Las manos de mi hermana, a partir de la fatídica fecha de la boda de la que no quería ni oír hablar, acariciarían otras manos, las del hombre que me las había arrebatado.

―Tú también te casarás un día ―la voz templada de mi hermana trataba de calmar mi rabia y mi enojo desmedido.

―¡Jamás! ―Grité desafiante.

Me eché a llorar desconsolada. Estuve llorando durante más de una hora, sin parar. El mismo tiempo que mi hermana, con su infinita paciencia, esperaba sentada en el suelo al otro lado de la puerta. 

Y cuando ya no me quedaban lágrimas ni rabia abrí la puerta. Ella me abrazó fuerte, me arregló los rizos indómitos con sus manos maravillosas y me hizo al oído una promesa.

―No dormiré con nadie agarrándole la mano.

―¿Ni siquiera a tu marido?

―Ni siquiera.

Me cuidé de preguntar qué pasaría cuando tuviera hijos y lloraran por la noche, como yo cuando me asaltaban las pesadillas. No quise que tuviera que romper su promesa. 

Veinte años después, hemos vuelto a dormir cogidas de la mano. 

 

Fotografía: Ana y Esther

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