—Soy de Dakar —me informó Aissatou—, te sonará por la carrera de coches —adelantándose a mi pregunta obvia, cansada de contestarla.
No sé por qué yo tenía disociada la ciudad de Dakar del propio Senegal, incluso de África. Como si por el hecho del famoso rally, que comenzó siendo Paris—Dakar, esta hubiera adquirido un estatus diferente, más europeo, peculiar, distinto a todos los demás lugares de África del que procedían los emigrantes que recalaban en Zaragoza.
—Hasta el siglo XIX, Dakar también fue famosa por ser el mayor centro para el tráfico de esclavos hacia toda América —añadió Aissatou con rencor.
No encontré una respuesta mínimamente adecuada y me fui a localizarla en el mapa —mi ignorancia geográfica alcanzaba límites intolerables—. Su posición al extremo oeste de África explicaba la ventaja para el tráfico marítimo con América. De esclavos.
Aissatou hablaba francés a la perfección y aprendió español en un tiempo record. Éramos compañeras de Universidad. Ella estudiaba filología francesa y yo inglesa, pero nos veíamos cada día a la salida de clase. Recorríamos juntas el camino a casa. La señora que Aissatou cuidaba vivía en mi casa, en la otra escalera.
—¿Y no tienes ninguna tarde libre?
—Los sábados y domingos de cinco a ocho.
—¿Y tienes que dormir todos los días con la señora?
—Sí
Contestaba sin atisbo de resentimiento. Y yo no entendía cómo se podía vivir sin tener un solo día libre, ni una noche. Sin salir de fiesta, con el tiempo justo para estudiar. La esclavitud seguía vigente.
Construimos una bonita amistad durante el camino a casa. Si Aissatou se retrasaba, yo la esperaba, paciente. El trayecto en solitario se me antojaba penoso. Las charlas significaban para mí una fuente inagotable de conocimientos. Me hablaba de África, de las mujeres de su familia, de su anhelo por estudiar para ser profesora, para enviar dinero a la familia, para volver un día a su tierra. Algún día regresaría y abriría una escuela para niñas, decía, para que no tuvieran como único futuro casarse con un viejo y parir hijos sin cesar.
El primer día de clase, tras las vacaciones de semana Santa, Aissatou no apareció. Yo no veía el momento de encontrarme con ella y reanudar nuestras charlas. La esperé durante media hora. Era nuestro penúltimo curso. Al llegar a casa, llamé en el piso donde ella trabajaba. Me abrió una muchacha nueva.
Aissatou había vuelto a su país. Su madre, enferma, la necesitaba.
Ese curso ya no volvió. Al siguiente tampoco. Sin perder la esperanza, me asomaba cada día a las clases de filología francesa por si veía esa preciosa cabellera rizada y los ojos más grandes y expresivos del mundo. Pero fue en vano. Terminé la carrera con un regusto amargo por la suerte de Aissatou.
Algún día, me dije, viajaré a Dakar para ayudar a Aissatou a cumplir su sueño: abrir la escuela para niñas.
Hasta ahora no he reunido el valor que a ella le sobraba.