Mi vecina Ángela era bruja. Lo sabía todo el barrio, pero nadie lo decía en voz alta. Se había quedado soltera porque a los hombres les daba miedo «festejarla», no fuera que los envenenara, eso decía mi madre riéndose por lo bajo. Ángela apenas salía de casa, lo imprescindible para comprar a primera hora de la mañana. Yo solía cruzarme con ella en la escalera los sábados, cuando mi madre me mandaba a por el pan. Ella me sonreía y me daba los buenos días como si no fuera una bruja, como una mujer normal, aunque su atuendo no era como el que vestían el resto de las mujeres del barrio. La curiosidad que me acuciaba por entrar en esa casa era del mismo tamaño que el miedo que sentía cuando me la encontraba. Entonces, le devolvía los buenos días sin mirarla y echaba a correr escaleras abajo. El corazón quería salirse de mi pecho, sin embargo, deseaba volver a encontrármela al sábado siguiente. Y que me sonriera.
De vez en cuando venían mujeres a visitarla. Cuando sonaba su timbre yo me precipitaba a la mirilla. A veces eran mujeres del barrio, otras no, siempre de dos en dos: una joven y otra mayor. Nunca vi a un hombre llamar a su puerta.
—¿Por qué vienen a casa de Ángela mujeres distintas cada vez? —pregunté una vez a mi madre—, ¿es que vende algo?
—Yo qué sé y a ti no te importa. Cada una en su casa hace lo que quiere y recibe a quien le da la gana. Si vende o deja de vender no es de nuestra incumbencia.
El tono con el que me contestó mi madre, junto a la palabra «incumbencia», primera vez que se la oía, me indicó que era mejor no tocar el tema de la vecina. Con las brujas pocas bromas, pensé, no había más que ver los cuentos que leíamos de pequeñas para saber cómo se las gastaban. Un día vi entrar a la frutera de mi calle con su hija mayor, muy pálida. Estuve a punto de abrir la puerta, yo conocía a la chica, era hermana de una de mis amigas. En ese momento, salió mi madre al pasillo.
—Deja de cotillear por la mirilla, hazme el favor —me espetó, enfadada—. Ya te dije que a ti no te importa quién entra o sale.
—Pero es que es la frutera con su hija, la conozco y….—dudé.
—¿Y qué?
—Que parece que está enferma.
Mi madre dio un respingo. Le sorprendió mi respuesta. Reaccionó enseguida.
—Serán imaginaciones tuyas. Anda, ve a lavarte las manos que vamos a comer.
Y me empujó hacia el baño con tono conciliador.
En mitad de la comida oímos un grito. La puerta de Ángela no había vuelto a abrirse, yo estaba muy pendiente. Mi madre se levantó de un salto a cerrar la ventana de la cocina que, sin querer, se había dejado abierta. También cerró la puerta. Regresó a la mesa tan pálida como la hija de la frutera.
—Será la bruja, que le estará sacando el demonio del cuerpo a alguna desgraciada —comentó mi padre con sorna.
Mi madre le lanzó una mirada asesina, pero no dijo nada. Y yo me propuse hacerle un tercer grado. Ella sabía algo. Estaba segura de que sabía qué ocurría en esa casa misteriosa en la que vivía una bruja con aspecto de mujer normal. A la que visitaban mujeres de dos en dos.
—Escucha —me contestó mi madre con paciencia cuando le pregunté—. Ya que insistes te lo voy a contar para que no te asustes. Ángela sabe curar algunas enfermedades. ¿Recuerdas que tu hermano estuvo muy enfermo cuando era solo un bebé?
Asentí con la cabeza.
—Pues se lo pasé a ella y lo curó.
—Entonces, ¿tiene poderes?
—Bueno, algo parecido. Unas hierbas también ayudaron. Pero tú no digas nada, es un secreto, ¿de acuerdo?
Volví a asentir.
Confirmado. Era una bruja, pero una bruja buena que curaba. La hija de la frutera se recuperó pronto. Una semana después la vi en la frutería y estaba bien, aunque su mirada se había ensombrecido, se la veía triste. El secreto de Ángela estaría a salvo conmigo. Me sentí importante.
Dejé de vigilar por la mirilla hasta que una tarde se escucharon unos gritos y golpes en la puerta de mi vecina: «¡Abra, policía!» Mi madre trató de evitarlo, pero conseguí llegar hasta el ojo de mi puerta. Se abrió la puerta y los dos policías se llevaron a Ángela. Desde el primer peldaño, se giró y miró hacia mi puerta. Cerré de golpe la mirilla. Mi madre estaba detrás de mí, tapándose la boca con las dos manos.
—¿Por qué? —acerté a preguntar.
Se encogió de hombros. No me contestó. Hacía esfuerzos por no llorar. Ángela no regresó jamás a nuestra casa. El cartel de «se alquila» todavía seguía en su balcón, amarillo y viejo, cuando me mudé a mi propia casa: nadie quería vivir en la casa de una bruja.
Para entonces yo ya sabía que Ángela era curandera, que había practicado un montón de abortos a las chicas jóvenes que la visitaban acompañadas por una mayor. Y que la hija de la frutera no quería tener un hijo a los dieciséis años. También sabía que entonces en mi país abortar era un delito.
Lo que ignoraba era qué habría sido de Ángela, mi vecina la bruja, lo que todo el barrio sabía y nadie decía en voz alta.
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave