Ayer no la vi y me dio un vuelco el corazón. «¿Le habrá pasado algo?», pensé alarmada. Su ausencia se me antojaba un fallo en mi rutina diaria que me confundía y descolocaba. La semana debía comenzar con ella a la vista, como todas. Ayer era lunes y desde hace un año, a las ocho de la mañana en punto, de lunes a viernes sin falta, la he visto esperando paciente a que abriera sus puertas una antigua joyería convertida en café, para entrar a desayunar. Siempre la primera clienta y a esa hora la única.
Pero ayer no estaba.
Cada día, acelero el paso para llegar cuanto antes a la altura del elegante café y toparme con ella. En cuanto reparo en su presencia, me convenzo de que el mundo está en su sitio. Ninguna catástrofe ha ocurrido. Todo en orden. Si llego un poco antes de la hora, la encuentro dando cortos pasitos nerviosos, sin dejar de mirar hacia el interior del local en el que se adivinan lentos movimientos de invisibles camareros que agotan hasta el último minuto de paz antes de abrir las puertas a un nuevo ajetreo de cafés. Si, por el contrario, me retraso, ya se ha sentado en la mesa, siempre en la misma, junto a uno de los grandes ventanales, despachando un delicioso café capuchino acompañado por un par de crujientes churros. A menudo, llego a la altura del ventanal en el momento justo que acaba de echar el azúcar y comienza a darle vueltas, lentamente, con una fina cucharilla de plata, disfrutando del momento. Sin detenerme, la miro de reojo, ella no está pendiente de lo que ocurre tras el cristal. La expresión de felicidad en su cara me infunde todo el valor que necesito para enfrentarme a mi particular lucha con la vida. No puedo evitar una sonrisa. Esta mujer es la constatación misma de que la felicidad se agazapa en esos pequeños detalles, apenas imperceptibles. Respiro hondo y continúo mi camino.
Pero ayer no estaba.
El café es elegante y esto también contrasta con la apariencia de la mujer que ha venido iluminando todas las mañanas grises del invierno. Viste un raído abrigo de color marrón y, cuando el frío es intenso, se rodea el cuello con una bufanda del mismo tono. Lleva el pelo corto, peinado a raya, limpio pero cortado sin estilo. Calza unos zapatos visiblemente usados, muy planos, de los cuales emergen dos piernecillas delgadas que aguantan a la intemperie hasta que se abre, por fin, la puerta del café. Y su momento feliz.
Pero ayer no estaba.
Hoy es martes. Esta mañana, cuando apenas me restaban unos metros para alcanzar el café, he reducido el paso. La aprensión por si encontraba la puerta vacía ha ralentizado mi ritmo, bastante rápido a esta hora de la mañana. «¿Y si hoy tampoco está?», me pregunto. «Entraré a preguntar por ella», decido resuelta. Llego al café. Está abierto. Miro a través del cristal. La mesa está vacía.
—¿No leyó usted la noticia en el periódico del domingo? —me pregunta la camarera más joven cuando por fin me decido a interesarme por ella—. El sinvergüenza acabó matándola —escupe con rabia la chica.
Impresionada por semejante respuesta, me precipito a buscar en Internet la prensa del domingo. Ahí está la noticia.
Un nuevo crimen machista en plena calle del centro de la ciudad. Tras cumplir condena por dos intentos de asesinato, el ex marido de JPR, consigue matarla esta vez asestándole tres puñaladas, una de las cuales le alcanzó directamente el corazón. El asesino había salido de la cárcel pocas semanas antes y sabía la costumbre de la víctima de acudir cada mañana a la misma hora a un céntrico café. Huyó tras el crimen, pero fue detenido por la policía unas horas después.
No era yo sola quien observaba cada mañana a JPR, alguien más espiaba cada uno de sus movimientos. Y ella, ignorante de su trágico destino, daba vueltas con calma y placer al café que cada mañana le hacía olvidar la sinrazón humana, el abuso y la violencia.
Un escalofrío me recorre la espalda.
(En memoria de todas las mujeres asesinadas, solo por ser mujeres.)
Maria
Uff triste, dura vida
Maria
Uff triste, dura vida