—¡Ya vienen! —grité.
Llevaban meses amenazando: «si no pagan se tendrán que ir», pero mi mamá decidió que no serían capaces. Una mujer sola, enferma del corazón, con cuatro criaturas a su cargo y un trabajo de limpiadora por horas —pocas horas, su corazón no daba para más— que apenas les daba para comer, «no serán capaces». Y así fueron pasando los días, las semanas, los meses y un año.
Mi mamá, sin perder la esperanza ni la fe en el ser humano, volvió a hacer el recorrido que llevaba realizando el último año. La primera etapa de esta carrera a la desesperada la inició en la misma casa del propietario. «Yo la comprendo señora, pero compréndame usted a mí: el piso es mío y tengo derecho a cobrar el alquiler». El tono amable de las primeras palabras se fue endureciendo ante la insistencia de mi mamá. Tras el portazo y la amenaza, mi mamá bajó los seis pisos de aquella lujosa mansión aguantando las lágrimas y pensando que, si hubiera dios, no consentiría que ese señor —«que el diablo confunda»— viviera en semejante casa, le sobraran los pisos y ella no pudiera dar un techo a sus hijos.
El segundo tramo del calvario terminaba en el banco. Entraba por entrar, por no dejar de intentarlo. «Si no tiene nómina ni avales, nada que hacer, señora». La frialdad en la voz metálica al otro lado del mostrador la impresionaba menos que las amenazas del casero, pero aquí no cabía la réplica ni la insistencia. Salió a la calle llevándose clavada la gélida sonrisa de aquel hombre.
Los avisos continuaban llegando. La luz no se la cortaron gracias a una chica —trabajadora social, decía que era— que logró evitarlo, de momento. Esa misma muchacha le consiguió una ayuda para comer. Pero para el alquiler no le alcanzaba. El dinero que ganaba lo gastaba en el orden que mi mamá creía que era el correcto: primero dar de comer a sus hijos, después los zapatos, en tercer lugar, la ropa y, si le quedaba algo, se montaba en el autobús para ganar tiempo. Si no, caminaba de casa en casa y regresaba tarde en la noche sin aliento, reventada.
Una vecina le habló de una asociación que ayudaba a la gente que iban a echar de la casa por falta de pago. El destartalado local nada tenía que ver con el impoluto mostrador de mármol del banco, los sillones de cuero y los trajes con corbata, pero las chicas que se movían de un lado a otro y hablaban por teléfono te sonreían desde que atravesabas la puerta. Eso vino contando mi mamá. Una brizna de esperanza brillaba en sus ojos.
Las de la asociación consiguieron demorar unos meses la catástrofe. Casi se nos olvidó la espada de Damocles que pendía sobre nuestras cabezas. Continuamos viviendo, comiendo muchas patatas, con las suelas de los zapatos desgastadas y los vestidos remendados, pero en nuestra casa, en nuestro barrio, en el segundo piso de una escalera desconchada. Regresó la sonrisa de mi mamá.
Y, entonces, llegó el último aviso: treinta días y fuera. Las de la asociación no iban a poder evitarlo, nos avisó llorando mi mamá. Nos encerramos en casa.
—¡Ya vienen! —grité.
Un señor gordo, con traje azul y corbata amarilla iba delante. En la mano, un papel: la orden de desahucio dictada por el juez. Detrás, los policías saliendo de los coches que habían dejado en la esquina. Mis hermanos pequeños comenzaron a llorar. Mi hermana tiraba de mi brazo para separarme de la ventana. Temblé. Mi mamá se estremeció. «¿Tanto policía para reducir a una pobre madre y a sus hijos?», gritaba. Se aproximaban a la casa: el hombre gordo delante, los policías detrás. Y, de pronto, vi venir a un montón de gente que doblaba la esquina. Las chicas de la asociación llevaban una pancarta en la que estaba escrito con letras rojas, muy grandes: STOP DESAHUCIOS. Y lo iban gritando. Adelantaron al señor gordo. Bloquearon la puerta. Unos cuantos vecinos y vecinas del barrio se unieron a ellas. Una de las muchachas —la que mi mamá dijo que la conocía— se acercó a hablar con el hombre del papel y con los policías. Discutían. Mi hermana seguía tirando de mí, pero yo no me despegaba de la ventana. Al cabo de un rato, de mucho rato, el hombre gordo se dio media vuelta y se fue. Los policías se metieron en los coches y también se fueron. La gente, en la calle, comenzó a aplaudir. Y yo abrí la ventana.
Esa noche dormimos en casa.
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave
(Relato escrito a partir de la ilustración).