De noche es la luz que guía a los barcos. De día, el norte de Gabriela. Cada mañana, sube hasta el desván, coloca una banqueta desvencijada para llegar al ventanuco y fija la vista en ese faro que le devuelve la calma. Por la noche vuelve a subir y cuenta los segundos que tarda en dar la vuelta la luz. Es su norte, el lugar en el que quiere vivir. Algún día.
—Las chicas no pueden ser fareras —le advierte su madre.
—¿Por qué no?
—Porque no es lugar para vivir, ni tener una familia, ni criar hijos.
—¿Y los fareros no tienen familia?
—Supongo… —duda la madre con fastidio—, y yo qué sé. Anda que se te ocurre cada cosa, farera, dice.
Pero Gabriela no puede dejar de mirar hacia el faro. Le atrae como un imán. Envidia al farero, siempre allí en lo más alto, disfrutando del faro él solo, de su faro. Si le dan a elegir, ella prefiere el faro a tener una familia. Lo tiene decidido: se hará farera.
Pasa un tiempo. Gabriela se va del pueblo. Un día vuelve a vaciar la casa de su madre. Nada más entrar, los pasos la llevan al desván. La banqueta sigue ahí, pegada a la pared, bajo el ventanuco. Sube, se asoma. Ahí está, erguido, firme, guiando a los barcos de noche. Pero Gabriela ha perdido el norte: se olvidó de su faro.
—Ya no hay farero —le dicen en el pueblo—. El último murió el año pasado y no quiere ser nadie.
—¿Y quién se ocupa del faro?
—Tiene un sistema automático.
Esta es su oportunidad. Está sola, sin familia, sin niños que criar. Podrá ser farera.
Tras unos cuantos intentos infructuosos, «que ya no hace falta farero» le aseguran, lo consigue. Con emoción contenida asciende despacio a la casa del último farero. Y, entonces, solo entonces, cae en la cuenta: desde el faro no se ve el faro.
Nunca más lo verá. Ha vuelto a perder el norte.
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave
(En esta ocasión el relato está escrito a partir de la ilustración).