Julita Muñoz estaba loca. Nadie lo dudaba. Lo afirmaban las compañeras de su clase, las de las otras clases —yo lo había escuchado desde que puse los pies en aquel colegio—, todas las profesoras y profesores, los padres y las madres y hasta la directora. Estaba loca, eso decían, pero ella ni se inmutaba, aunque se lo espetaran en su misma cara: «estás loca, Julita».
La conocí en el último curso. Y siempre me extrañó que estando tan desequilibrada como aseguraban, hubiera llegado tan lejos. «Está chiflada, pero es muy lista». Sus calificaciones eran excelentes. Las mejores.
En mi infinita ignorancia, estaba convencida de que las personas dementes no eran capaces de asimilar conceptos ni de rendir. Alguien debería de estar ayudándola con los estudios o procedería de una familia adinerada que pagaba mucho dinero para que la mantuvieran en el colegio o le soplaban los exámenes, también a cambio de dinero. «Una cabeza perturbada no se puede concentrar en el estudio», solía ser mi argumento, que Julita echaba por tierra cada vez que nos devolvían los resultados de los trabajos de clase o respondía en voz alta a las preguntas más difíciles. Siempre acertadas.
Acabé por pensar que la fama de lunática se la habría creado alguien con mala fe, pero que, en realidad, estaba mucho más cuerda que todas nosotras. Hasta que la oí declarar que ella no se molestaba en estudiar porque oía voces que le facilitaban las respuestas correctas en los exámenes. Esas mismas voces le soplaban cuando le preguntaban en clase. Tras esta inaudita confesión, soltó una sonora carcajada y, dejándonos con la boca abierta y sin argumentos, se dio media vuelta y se perdió por el pasillo, dando pequeños saltitos. «Como una cabra», fue nuestra conclusión.
Una vez que terminó nuestra etapa escolar, le perdí la pista. No tenía amigas —así era como nos comportábamos con las personas diferentes— y nadie sabía qué había sido de ella. La imaginé ingresada en una clínica para enfermos mentales, esquizofrénicos y listos.
El destino quiso que nos encontráramos varios años después. Resultó ser la CEO de la empresa en la que me acababan de contratar como responsable de comunicación. Yo estaba feliz, era una empresa importante que me daba una oportunidad que no podía desaprovechar, llevaba tiempo enlazando trabajos precarios. Había llegado mi momento.
Al verla allí, con la mirada extraviada y los gestos que recordaba del colegio, me quedé de piedra: «¿Julita?». «Julia Muñoz», me corrigió con gesto agrio, «¿nos conocemos?». Le expliqué que habíamos sido compañeras de colegio, en el último curso. Se hizo «la loca», aunque estoy segura de que me reconoció. No insistí, quizá se había curado y estaba tratando de evitar encuentros incómodos de su etapa paranoica y trastornada. Lo comprendí. Siendo toda una Directora Ejecutiva, no le interesaría que alguien como yo le recordara lo chalada que estaba durante su etapa escolar. Y mucho menos que extendiera el rumor por la empresa. A mí tampoco me interesaba volver la vista atrás. Había trabajado duro para conseguir ese puesto.
En la primera reunión a la que asistí, con todo el equipo directivo presente, Julita Muñoz —para mí siempre sería Julita— expuso con toda seriedad que la noche anterior las voces le manifestaron que deberíamos hacer recortes o, de lo contrario, la empresa estaba abocada a sufrir fuertes pérdidas, de las que nos costaría mucho recuperarnos, si es que lo hacíamos. Y que —añadieron las voces— habría que comenzar por reducir los gastos de energía. Por lo tanto, ese verano no se pondría en marcha el aire acondicionado, se abrirían las ventanas y se distribuirían abanicos. El próximo invierno se bajaría la calefacción a veinte grados, que todo el mundo viniera a trabajar bien abrigado. Además, se venderían los coches de empresa. A partir de ese momento, se utilizaría el transporte público o bien las bicicletas y los patinetes particulares. Para terminar, una amenaza: si no nos lo tomábamos en serio, se comenzaría a recortar la plantilla. Dicho todo esto, esbozó una maliciosa sonrisa y dio por finalizada la reunión. Se levantó y salió camino de su despacho como si tal cosa. Caminaba deprisa, de vez en cuando daba un saltito.
Me quedé atónita, sobre todo, por la normalidad con la que todos los asistentes habían aceptado semejante explicación. «¿Qué quiere decir con lo de las voces?», me atreví a preguntar cuando conseguí articular palabra. La respuesta me pasmó todavía más, si cabe. Que al principio les chocaba que la nueva CEO tomara todas las decisiones argumentando que unas voces nocturnas le indicaban lo que había que hacer, pero resultó que las dichosas voces acertaban al cien por cien. Siempre. Jamás había tomado una decisión equivocada. Quien la propuso para el cargo debía de saberlo y, desde que estaba Julita Muñoz al mando, la empresa iba como un tiro.
«No os creeréis lo de las voces, ¿no?». «Ni nos lo creemos ni nos lo dejamos de creer, es brillante y nos va bien».
@Elena Laseca
Fotografía: STEM News