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A ella le gusta bucear y a él pescar. Ella nada con tiburones, como las sirenas. Él espera paciente a que muerda el anzuelo el pez de sus sueños, grande y dorado, los pequeños los devuelve al mar.

—¿Y no te aburre esperar tantas horas?

—No, me calma. Dedico este tiempo para pensar. No hay momento mejor.

En el fondo del mar, en ese profundo silencio intenso y perturbador, ella no se permite pensar en nada que no sea vigilar a los tiburones y cazar langostas.

Ella en el fondo y él en la superficie permanecen unidos por un hilo mucho más firme que el de pescar. Los tirones que da la vida no van a lograr romperlo. 

Al principio, mucho antes de que se cruzaran sus estelas en el mar, él ya pescaba. En mares y ríos. Ella ya buceaba. En mares y océanos. 

Pero no lo sabían.

De pronto, ella asoma la cabeza, sale a la superficie donde él está pescando. Le sonríe y se zambulle de nuevo. Él espera, paciente, durante horas, semanas, meses. Cree que la ha perdido.

Ella lo observa desde el fondo. Cada día bucea en las mismas aguas que él pesca. Se aproxima despacio. Sin salir a la superficie. Quiere averiguar cuánto tiempo será él capaz de esperar. Ella todavía no sabe que él está dispuesto a esperarla eternamente. 

Un día tras otro, sin rastro de desaliento, él se prepara para volver al mismo lugar donde la vio surgir de las aguas. 

—¿Y no te aburre esperar tantas horas?

—Merecerá la pena 

Ha cambiado la respuesta. 

Un día él percibe una sombra moviéndose alrededor de sus cañas. En círculo. Ella se ha acercado demasiado. En un golpe de aletas trata de escabullirse, pero ya no puede. Él se ha tirado al agua. La atrae hasta la superficie.

Y, juntos, seguirán nadando hasta el fin de los tiempos.

Para Carmen, en recuerdo de Aurelio.

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