Rosa Mary tenía un objetivo claro: médica sin fronteras. No lo iba a tener fácil. Su familia —de vetusto apellido y rancio abolengo— albergaba otros planes para su hija. Ni por lo más remoto iba a dedicarse su única niña, heredera de un imperio, a malgastar su vida con desarrapados sin futuro en algún país perdido en el mapa. Se les abrían las carnes solo de pensar en el número infinito de enfermedades de las que podría contagiarse y morir. No, ni hablar. Ese tema ni se discutía. Además, Rosa Mary era muy joven para decidir. Ahí estaban su padre y su madre —que la adoraban— para saber lo que le convenía. Y lo que le convenía era casarse con el hijo de los López de Arnaiz, chico serio, formal, educado y futuro heredero de otro imperio. Así, serían dos los imperios que resolverían con creces el futuro de su Rosa Mary y ese mirlo blanco llamado Pedro Federico, nombre asignado al primogénito de esa familia desde tiempo inmemorial.
Rosa Mary y Pedro Federico —Rosemary y Peter Federico, para su entorno pijo— eran amigos desde pequeños. A Rosemary le caía bien Peter Federico, pero no tan bien como para desviarse de su objetivo. Peter Federico creía estar enamorado de Rosemary desde los quince, pero se le hacía cuesta arriba pelear con una terca de profesión.
Rosemary —se había quedado con el nombre impuesto por los pijos— terminó el bachiller y comunicó su deseo de estudiar medicina. Los papás de la criatura atisbaron la primera sombra y, primero, trataron de disuadirla, después, se negaron en rotundo. Rosemary comenzó una huelga de hambre. Tras dos días sin probar bocado, la madre reflexionó: «tampoco le va a hacer mal tener un título universitario». Y, confiando en la capacidad de seducción de Peter Federico —también conservó el apelativo—, aflojaron y le permitieron matricularse. «Lo de ser médica sin fronteras se le pasará», confió el padre. Y, si no, él se encargaría de ponerla frente a documentales terribles en los que las mafias se cargan a los médicos blancos a machetazos.
La carrera de medicina corrió en paralelo al noviazgo con Peter Federico que se preparaba concienzudamente para gestionar dos imperios. Rosemary guardaba toda su energía para los estudios y, de vez en cuando, salía con Peter Federico porque le caía bien. Aunque no tan bien como para desviarse de su objetivo, cada vez más claro y más oculto.
Un hermoso día prometedor de un esplendoroso y feliz verano, Peter Federico apareció en casa de Rosemary conduciendo un espectacular descapotable. Era el regalo de los López de Arnaiz por el éxito en el Master de Dirección de Empresas cosechado por su primogénito. En el bolsillo de la chaqueta de lino que estrenaba ese día, descansaba una cajita de cuero verde que encerraba un anillo de oro blanco de dieciocho quilates con un precioso diamante. Rosemary subió al coche de su aspirante a prometido haciendo aspavientos y exhibiendo una sonrisa de felicidad que arrancó un suspiro de alivio a su señora madre.
Peter Federico enfiló directo hacia el lugar preferido de ambos: un bosque de hayas por el que solían perderse en la adolescencia. Poco antes de llegar, tras la última curva, paró el coche, colocó la capota para que ni los pájaros rompieran su intimidad y sacó la cajita de cuero verde. Antes de abrirla, Rosemary ya estaba diciendo que no con la cabeza. Aun así, la abrió. El no rotundo de Rosemary lo sacó de golpe del cuento de hadas que se había fabricado.
La cara de felicidad de Rosemary se la debía a la carta que ese mismo día acababa de recibir admitiéndola en la próxima expedición de «Médicos sin fronteras» a Zimbabue.
En la ficha de inscripción figuraba como Rosa Mary. Rosemary ya era historia.
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave
(Relato escrito a partir de la ilustración).