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Fuente Santuario Misericordia

El agua de la fuente estaba tan fría que Nuria no tuvo valor para meter el segundo pie. Nada más llegar a la plaza del Santuario —el Santuario de Misericordia donde solían acudir cada verano— se fue directa a la fuente redonda, frente al Caserón. Metió su pie derecho, envuelto en grueso calcetín de perlé y sandalia de cuero roja. Sus escasos siete años no le alcanzaron para descalzarse antes de sumergir el pie en agua tan fría. Lo sacó de inmediato y no metió el otro. Tarde. La humedad agazapada en el precioso calcetín de perlé, que le tricotaba su madre, la llevó consigo durante todo el día. Solo se desprendió del calcetín teñido de rojo a la hora de ir a la cama. 

—¿Y este pie? —su madre no entendía el desajuste de los pies: uno seco, el otro frío y húmedo.   

—Lo metí en la fuente.

—¿En la fuente? ¿A qué fin?

—Quería saber si el agua estaba fría.

—¿Y no podías haber metido la mano? ¿Y tampoco se te ocurrió descalzarte?

El tono irritado de su madre puso en guardia a Nuria. Se encogió de hombros, como siempre hacía cuando no sabía qué contestar. El fascinante día que acababa de vivir compensaba con creces la regañina de la madre. En cuanto llegaban al Santuario a Nuria se le abría un abanico de largas tardes de aventuras y juegos. Su amigo Zenzo conocía cada rincón de aquel mágico lugar, el Santuario no tenía secretos para él.

—No os alejéis de la plaza, niños —recomendaban las madres.

Pero ellos sabían cómo darles esquinazo sin que se percataran. La pandilla de críos con Zenzo a la cabeza habían comenzado su verano de aventuras sin perder tiempo, como si no hubiera un mañana. Sin embargo, ese año se le acabaron los juegos a Nuria. Al día siguiente amaneció con fiebre alta, sudores y temblores. Su madre se asustó tanto, que decidieron volver a Zaragoza de inmediato. Nuria deliraba. 

El diagnóstico del médico fue pulmonía. Algo se complicó en el pulmón. Nunca se demostró que fue la ocurrencia de meter el pie calzado en la fuente, pero su madre siempre lo sospechó. A partir de ese día y durante muchos meses, Nuria tuvo que someterse a un tratamiento a base de inyecciones de cortisona que la hincharon como un globo. Se curó y continuaron subiendo al Santuario. Nunca más metió un dedo en la fuente. Solo la miraba, rencorosa.

Su hermano pequeño padecía bronquitis asmática y el mismo médico que la hinchó como un balón de playa, recomendó el aire del Moncayo para disgusto de la madre que prefería mil veces veranear junto al mar y disfrute de Nuria que adoraba cada arbusto, cada carrasca y cada pino. La salud del hijo pequeño proporcionó a Nuria unos veranos inolvidables. 

La fonda en la que se quedaba con su familia y la de Zenzo, el Caserón en el que estaba su prima querida —que acabó también en la fuente, ella de cuerpo entero—, las casas de los veraneantes, el campamento de los chicos e incluso la iglesia, significaban para Nuria la felicidad misma. La libertad conquistada. 

El niño se curó de la bronquitis crónica y se acabaron los veranos borjanos. 

Sesenta años después, Nuria está pegada a la pantalla del televisor. Observa, espantada, cómo las llamas amenazan con devorar el Santuario de Misericordia. Su Santuario. 

—¿Y la fonda se ha quemado? —llama a su prima.

—La fonda ya no existe.

—¿Y el Caserón y las casas y la fuente y los pinos y…?

El fuego está arrasando miles de hectáreas, pero no se sabe si las casas del Santuario han aguantado. Hasta que los vecinos y veraneantes no regresen, no lo sabrán. La incertidumbre se los está comiendo.

A Nuria se le acaba de quemar la infancia. 

Apaga el televisor.

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