Lo llamaban polideportivo, coloquialmente «el poli», pero, en realidad, era un sótano plagado de columnas, maloliente y con suelo adoquinado. Las clases de educación física consistían en una sucesión de ejercicios con los brazos: arriba, abajo, a un lado y a otro y, como mucho, doblar la cintura hasta tocar el suelo con la punta de los dedos. Tampoco se podía realizar mucho más, vestidas con faldas casi hasta la rodilla, bombachos que les sobraban varios metros de tela y una especie de polo de tela rígida de piqué, que no cedía y, por tanto, impedía cualquier movimiento. Si el tiempo era bueno, salían al patio, en cuyo centro se erigía un enorme sagrado corazón, vigilante de excepción.
Cuando aquellas monjas «de la caridad de Santa Ana» consideraron que los tiempos estaban cambiando, instalaron unas espalderas en una de las paredes de «el poli», adquirieron algunas colchonetas, una barra fija y un plinto —que ni idea tenían de para qué servía—. Ese fue el mayor de los avances. Sin embargo, apenas se utilizaban y, arrumbados en un rincón, se iban cubriendo con una fina capa de polvo.
Y llegó Ella.
La primera visión fue la de una profesora de gimnasia paseándose en chándal por la planta noble del vetusto colegio.
Y llegó el escándalo.
—¿Qué por qué no llevan chándal las niñas, dice usted? —preguntaba sin comprender la superiora.
No era decoroso, ni más ni menos. Ella no discutió y continuó con su plan. Comenzaron a utilizar los aparatos de gimnasia. Al principio hubo montones de caídas y tropezones, pero enseguida les pillaron el tranquillo. El siguiente paso fue la creación de equipos deportivos. Como mínimo tres: baloncesto, balonmano y atletismo. No había canchas, ni canastas, ni porterías. Pero Ella no rebló y buscó lugares para entrenar. Entrenarían los sábados. Las chicas encantadas. Ella no cobraba las horas extras.
Y llegaron las protestas.
—Si se dedican a entrenar, no aprobarán los exámenes —se quejaba la monja de matemáticas.
El equipo de balonmano —deporte que Ella practicaba—, haciendo oídos sordos a las protestas de las monjas, decidió que había que entrenar más días. Idearon un plan. Cada tarde, en aquel vetusto colegio, al finalizar las clases, era obligatorio ir a la capilla a rezar el rosario. A las cinco y media en punto. Nadie se libraba del rezo porque la capilla tenía puerta directa a la calle y, a esa hora, todas las demás puertas se cerraban. Así pues, a menos que quisieras pernoctar allí dentro, debías pasar por capilla (nunca mejor dicho).
El equipo de balonmano consiguió zafarse de esa obligación. En vez de continuar por el patio rumbo a la capilla, en un hábil quiebro, se colaban en «el poli». No era el lugar más idóneo, pero era lo mejor que tenían. Allí, a ese cochambroso sótano, no se acercaba ninguna monja. A los diez minutos aparecía Ella. Y comenzaba el entrenamiento. Dos columnas hacían de postes a modo de portería, no había líneas que marcasen el área, pero practicaban los pases de balón, aprendían a fintar, ensayaban jugadas y realizaban lanzamientos a una portería imaginaria. Así, un día tras otro, aprendieron a jugar. Y a divertirse. Y a conocer el trabajo en equipo.
Al terminar el entrenamiento, debían apañárselas para salir de aquel búnker. Solo tenían una opción. El vetusto colegio contaba con una portería para salida y entrada exclusiva de las propias monjas. La hermana portera —más vieja que la vida, vista privilegiada y oído de tísica— no quitaba ojo de la escalera principal. Sin embargo, Ella era mucho más lista. Desde la puerta del cuartito en el que se encontraba la monja portera, la saludaba con la mejor de sus sonrisas a la vez que le impedía ver la salida. Le preguntaba por su salud, se interesaba por ella y le daba conversación durante unos minutos.
—¿Hasta ahora trabajando, hija? —siempre la misma pregunta.
—Sí, hermana, que así me voy a casa con las clases preparadas —y siempre la misma respuesta.
La monja portera, encantada de que alguien se dignara hablar con ella, no se enteraba de que por detrás de Ella las chicas iban saliendo, sin hacer ruido y aguantando la risa. Hasta que ocurrió.
Poco antes del final de curso, una de las monjas —la más lista y la peor de todas— hizo cuentas y le faltaban siete chicas de cuarto. No estaban en el rosario. Al día siguiente, se quedó vigilando la fila escondida tras la estatua del sagrado corazón. Y presenció cómo se dirigían al sótano inmundo del que ella misma abominaba. Esperó cinco minutos y la vio a Ella. Se dirigía al mismo lugar. Le cortó el paso.
—¿Adónde vas a esta hora?
—A entrenar a las chicas —contestó sin inmutarse.
—Eso ya lo veremos.
Acto seguido, dando grandes zancadas, se presentó en «el poli» y, desde la puerta, les ordenó que salieran. Algunas se escondieron detrás de las columnas, pero ni para eso sirvieron. Las encontró y, de malas maneras, las arrastró hasta la iglesia.
Ese día terminaron los entrenamientos y comenzó la aversión al rosario y a todo lo que oliera a iglesia. Ella consiguió que no las castigaran declarándose la única responsable. Se jugó el puesto. Al siguiente curso no la contrataron. El equipo del colegio desapareció, pero el gusano del balonmano estaba ya inoculado en las chicas, que continuaron jugando muchos años más. Cuando jugaron la Copa de Europa, la recordaron.
Ella lo hizo posible. Gracias, Ella.
@ElenaLaseca Ilustraciones: Mercedes de Echave